UNA MIRADA EN EL TIEMPO - © Raúl Lelli
Una mirada al más allá donde nada termina fue como despedirse sin decir adiós. El inmigrante de los tiempos se volvió sobre sus pasos y buscó el camino del manantial, por donde había llegado hasta la casa de la luz. Observó sus manos, llagadas y ásperas de tanto tiempo, de tanto todo y nada – miró a lo intangible del cielo y exclamó: - ¡Odán!, ¿porqué?
Más tarde después de andar por varias lamas llegó a una calle y una fuerza imposible de creer como un arco magnético lo apresó desde la comisura de la boca al plexo de su espalda frenando sus piernas y atando sus brazos y tal vez supo con exactitud la causa, pero se negó a pensar y dejó llevar. Aquella vieja máquina de escribir estaba creando un pentagrama de ideas, el esqueleto del director de cine era quien la digitaba y el humo viejo y gastado de un cigarro dejaba el ambiente en una neblina húmeda y repugnante. Pudo ver en la calavera un desierto de nada en aquellos cuencos que alguna vez acunaron ojos y de cómo la muerte había tejido su paso en su macabra danza. Sus pensamientos lo agredieron una vez más y el tañir de las campanas de una vieja catedral se sumó al eco de voces de muertos que clamaban por su presencia en el limbo donde la vida y la muerte juegan a las escondidas.
Desde lo impreciso vio caer el cristal de su vida y dos seres misóginos lo acomodaron delante de una computadora. El programador era un híbrido mezcla de mercurio adaptable y un cerebro humano que lo conectó a su máquina. Después le ingresó un nuevo código cuyas tres últimos números eran tres seis, el sistema se desconectó, se hizo la oscuridad y su chip se apagó para siempre.
|