SUICIDIO DE UN ESCRITOR FRACASADO
La verdad, yo ya tenía la idea de morirme desde hacía unos meses, pero esa noticia aciaga fue lo que me decidió a abandonar la vida. No era la idea de un suicidio, sino de morir, de sentir toda la blandura del manto oscuro de la muerte cayendo como sobre mis ojos hasta deslizarse por el resto de mi cuerpo. Había perdido la voluntad de existencia. Y así, completamente jodido, anduve por las calles del Centro Histórico de Lima. Estaba realmente decidido… en eso vi el anuncio.
Tuve algunos reparos en tocar la puerta. Pero al final, toqué. Bajé una escalera estrecha y de mohosas tablas que iba a parar a un sótano húmedo y desaliñado. Cuando vi el foco rojo, que señalaba el número de la oficina –o departamento, no sé cómo llamarlo- del anuncio, dudé, pero luego toqué más fuerte. Un olor a sahumerio pestilente avanzaba desde las maderas viejas del local. La puerta, que estaba mal cerrada, se abrió. Un señor estaba delante de mí, sentado detrás de una mesa de cinco esquinas. Lucía muy sucio, hediondo, y por alguna razón estaba sonriente, esperándome. Sabía que yo llegaría.
- Bueno, ya era hora.
Su seguridad me abrumó, al punto que quise irme y no volver a salir a pasear solo por el Centro de Lima. El hombre pareció adivinar mi intención y trató de disipar mis miedos, pero los agudizó más.
- Sé por qué has venido. - No, usted no sabe. No me conoce. - Ya, dejémonos de rodeos; sé perfectamente quién eres tú, Christopher Dávalos, con “ph”, porque detestas la castellanización Crístofer, por ser una huachafa traducción de Cristóbal.
Era cierto, yo mismo me sorprendí de no ser capaz de irme; me quedé impávido mirándolo y con la mano en una agonizante intento de abrir el picaporte.
- Si te quedas así es porque he acertado, ¿no es verdad? Ven, toma asiento. - Creo que fue un error haber venido… - ¡Que te sientes, carajo!
No entendía -o tal vez sí, pero quería creer que no- qué era lo que me llevaba a obedecer a esa rasposa voz de un ebrio consumado. Recuerdo lo que decía el letrero, y las características del viejo panzón no concordaban con ningún rasgo de alguien que yo imaginaba para ese oficio. Tal vez era un vulgar asaltante, pero, ¿por qué ya no sentía miedo? La mirada del anciano era penetrante, filuda, la de un loco. No dejaba de observarme, como tanteando mis movimientos.
- Veo que no lograste lo que te propusiste. Por eso estás aquí. - ¿Qué sabe usted? No me conoce. - La misma mierda. Así te fue en la vida. - Eso no dependía de mí, el resultado sólo demostró que no servía para esto.
Es necesario aclarar un detalle: No sé quién adivinaba el pensamiento de quién (quizás algún lector tenga la sensación de que sosteníamos una conversación ensayada), pero era posible intuir que el viejo se refería a mi fracaso en un concurso de cuentos en México. El cuento, que de lejos podría considerarse el mejor que había escrito, fue duramente criticado por uno de los jurados, quien lo tomó como el paradigma del cuento que no se debería escribir jamás. Eso para mí fue un acto deleznable de soberbia y significó una humillación terrible. Por eso ya no aguantaba la idea de sobrevivir sin un sol, sin un cuento publicado y sin algo decente en el estómago. Algo en el rostro del abundante anciano seguía inquietándome, algunos rasgos suyos…
- Yo lo he visto a usted en otra parte. - No lo creo, tal vez me confundes con alguien que se me parece, o tal vez… - ¿Qué? - Nada. Bueno, son treinta y cinco soles. - No tengo ni para chicles.
Su risa me resultó molesta. Seguía inquiriéndome con la mirada.
- p***, tú sí que eres pendejo. - Viejo de mierda, ¿quién eres? - Si a estas alturas no eres capaz de reconocerme, no vale la pena siquiera eliminarte. Pensé que tendrías más imaginación. - Yo no vine para recibir sermones suyos. - Ya déjate de huevadas. Sientes que eres un fracasado a tus veintitrés años. Sientes que éste va a ser un fracaso eterno… ¿Quieres que siga?
No tenía forma de librarme de su mirada escrutadora, de sus ojos impíos que parecían celebrar y predecir cada una de mis reacciones. Y esos rasgos conocidos… esos rasgos que yo sabía que había visto en algún otro lugar… pero, ¿en dónde? Si quería dinero, yo no tenía. Y había otras formas de conseguir lo que yo había ido a buscar ahí. En eso sacó su .45. La sopesó en la mano y dijo:
“Ciertamente, Christopher, he tenido que soportar ese pesimismo tuyo durante toda la vida. Ahora, ya no hay por qué soportarlo más. Hace cuarenta años que esperaba esta oportunidad de estar aquí, frente a ti, y enrostrarte esto: me hartó haber vivido con tu sombra a cuestas, cargando con tus penas como si fueran un pesado rosario. Hoy día se termina todo esto. Y no te preocupes por el dinero, esto corre por mi cuenta”.
Prácticamente me sabía las palabras que dijo, pues eran las mismas que yo pensaba a solas en mi cuartucho. Las asimilé como propias, aunque salieran de la boca de ese hombre barrigón, sucio y echado al abandono. Y así como lo veía, con sus rasgos tan tenebrosamente familiares, iba acomodando una bala en la cámara del cañón de su revólver y estaba presto a disparar, a quitarme la vida de un plomazo. En eso reaccioné: era muy estúpido encontrar un aviso en jirón Quilca diciendo: “Escritores fracasados que quieren desaparecer: Sótano, Of. 5 (Preguntar por el doctor)”. Vi salir la bala de la cámara, explosionar ruidosamente en el cañón escupiendo fuego, humo y cenizas de pólvora en un enorme halo. Un enorme halo que casi oculta el rostro del anciano, el cual, mientras más se va acercando la bala a mi cabeza, y mientras más conciencia tengo de que veré mi vida correr en un segundo interminable, termina de armarse como un rompecabezas, con los restos que mi subconsciente me lanza: esos ojos, esa nariz, esa boca. Ya la bala me alcanza, pero antes, las piezas encajan claramente. El anciano era yo, que de alguna forma había regresado de un tiempo lejano para eliminar su propio tormento. Ahora lo entiendo; ahora tengo valor para contar la historia.
_________________ Los cambios comienzan,educando a nuestros hijos.
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