REIVINDICACIÓN DE LA CUCHARILLA
Autor: Manuel Martínez Forega
El rocío prende en la vegetación y pende de sus hojas. Cualquier paso, aun leve, desencadena una lluvia ligera y fresca que cae divina desde árboles y arbustos. Es hora de lavarse la cara con esa agua limpia. Es la hora del alba. La fauna nocturna se ha escondido, pero esos brevísimos segundos, hasta que escuchamos el primer trino desperezador de la vida diurna, nos ha encogido el corazón con su mutismo sobrenatural. Sube la temperatura un par de grados, suficientes para que el cejo se levante y se convierta en la brumilla sedosa e irisada que apenas unos minutos antes era sábana incolora cubriendo la flora y el agua. (También el corazón pesca, y los sentidos). Esa es la hora de la cucharilla (de la «cucharita», como se llamó hasta finales de los años 50). Mi generación aprendió a tender sobre la mano la hermosura de la trucha a tirones de cucharilla o tentones de draga o de lombriz. Pero a mí en seguida me atrajo la agilidad del metal, la comunión con su movilidad y el recorrido de grandes distancias por las orillas entreveradas de gateras y vadeos superficiales. Y no he dejado esta práctica, que, ocasionalmente, sigo ejerciendo con idéntico énfasis. Aquellas canículas de julio, en el centro del día, sujetos todos los latidos a la sorpresa de los grandes ejemplares, tampoco acaba de borrarse de mi memoria. Soy de los que piensan que las técnicas de pesca están íntimamente ligadas al carácter, y resulta ya inaceptable colgar sambenitos a quienes se aplican a cada una de ellas sin tener en cuenta esta circunstancia. La peor parada de todas es precisamente la de la cucharilla, pese a que su práctica sigue siendo la más estandarizada y constituye la base del aprendizaje de nuevas generaciones de pescadores. Sin embargo, debido a un prurito megalómano, se ha introducido entre ciertos pescadores un concepto de «clase» que tiende a considerar la cucharilla como una técnica marginal o que debiera marginarse. Esta actitud se ha extendido, sobre todo, entre algunos de los practicantes de «cola de rata» (que el maestro pastelero Fortunato llamaba más afortunadamente «látigo»). Me refiero a ese grupo disperso de pescadores a los que parece que les asiste una revelación testifical para poner en evidencia la infalibilidad y superioridad de su técnica sobre todas las demás y que, por supuesto, alcanza el grado ex cathedra (que eso es lo que significa este latinajo: «de manera infalible»), hasta el punto de que vienen designando con el despectivo término de «chatarreros» a los aficionados a la cucharilla. Semejante postura sólo puede provenir de una actitud clasista (?), y no valen aquí los paños calientes que suelen señalar a estos calificativos como «cariñosos», pues proceden de una convicción profunda de todo lo contrario. Y eso que estamos juzgando la pesca con cucharilla de un solo anzuelo «muerto», cuando ya se ha dulcificado su agresividad original y se ejerce la suelta de la captura. Asistimos, por lo tanto, a un empeño por construir una especie de stablishment técnico compuesto por aquella minoría que pretende fundar una clase high standing perfectamente diferenciada. Vélez de Guevara, por boca de El Diablo Cojuelo, definía a este tipo de personas como aquellas que miran «con la barba sobre el hombro». Y, en efecto, en su engolamiento, más parecen personajes mitrados en su atalaya conceptuosa que sencillos pescadores imbuidos de emociones. Salen de su boca palabrejas aprendidas de memoria en los manuales, arrumbándoseles los labios por seguiriyas a la vez que enarcan las cejas en un grave gesto de cómplice entendimiento mientras dejan apoyados en la pared de los comedores públicos sus tubos de aluminio para disipar cualquier duda acerca de su calidad distintiva: moi voici! (¡aquí estoy yo!, quiero decir). A mí, de vez en cuando, me gusta cantar por mañanitas y no echar mano necesariamente (aunque también) de la poly wing o de la ninfita a la deriva. Prefiero hacer largos recorridos y tentar con lentitud a las truchas asoladas, hacer surgir de su amago a la trucha entoperada… Y esto sólo lo consigue la pesca con cucharilla, que tiene una ventaja añadida para el pescador emotivo; no otra que la posibilidad de apreciar la diversa fisonomía del río, sus hechuras cambiantes a lo largo, a lo ancho y a lo alto, adaptarme a varios de sus perfiles y no solamente a uno. Es un sano ejercicio huir de cuando en cuando de la gratuita intelectualización de la pesca à la sèche, de sus monocordes escenarios. Me niego a abandonar de forma definitiva la cucharilla, del mismo modo que he rehusado dejar en el olvido la mosca ahogada. Esa minoría tan fashion, disciplinada en el diseño, es casi con toda probabilidad desconocedora de que su presuntuosa preferencia fue práctica natural sin alharacas del pueblo ribereño, y que el renegado neoclasicista Diego de Torres Villarroel de él aprendió su práctica, y que el poeta Francis Jammes consumó su perfección aleccionado por las enseñanzas de aquel pueblo, y que los estadistas Lloyd George, François Lebrun, Winston Churchill o Franklin D. Roosevelt debieron, muy sensatamente, acudir a la didáctica (ésta, sí, infalible) de aquel pueblo de las riberas, naturalmente sabio, sin el artificio de la imagen que para aquellos (entre otros) descreídos «mosqueros» creó —eso sí, con todo el cariño— nuestro barroco: «asnos con cascabeles». Robert Altman, excelso bluesbreaker, muerto prematuramente en accidente de tráfico, siempre incluía en alguna parte del grafismo de sus discos (incluso en uno fue la portada) una fotografía suya pescando truchas «con cucharilla». Decían los clásicos griegos, más decididamente el célebre Olpiano, que «la revelación del arte de la pesca fue uno de los regalos más excelsos que los dioses concedieron a los hombres».
Dentro de ese arte, la cucharilla fue vanguardia. Y añado: Sé que todo sabio gana cada día un enemigo.
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