BIENVENIDA © Raúl Lelli
Sentado sobre un costado del inmenso paredón del dique y mientras encarno los anzuelos, me vienen al presente las caritas de Kanica, Mancha y Pototo.
En realidad, esos eran sus apodos, Kanica, Carlos Espeche, Mancha, Josefino Medrano y Pototo, Javier Büll, mis queridos amigos de la infancia y compañeros de cuanta travesura se nos ocurriera, sin saber que a veces las travesuras se pagan con un alto precio. Seguro que fue el reflejo del sol sobre el agua que me trajo sus rostros, tan parecido al reflejo de aquel día en que caímos a la laguna cuando cedió el viejo puente de madera. Por un instante siento el frío de aquella agua oscura y verdosa que nos tomaba prisioneros, cuando se detuvo el tiempo y que por un milagro pude salvar mi vida ayudado por mi hermano que estaba en la orilla. No vale la pena recordar tanta tristeza, tanto dolor de madres y padres y haber sentido algunas miradas inquisidoras por haberme salvado y otras samaritanas que se apiadaban de mi condición de sobreviviente. La última vez que pude verlos estaban tapados con esas mantas verde oliva del ejército y esa imagen me acompañará de por vida. Siento la línea de mi caña que da pequeños tirones, la tenso muy despacio para no espantar el pique y jalo rápida y vigorosamente hacia atrás formando un semicírculo y comienzo a recoger la línea, para que me traiga a las manos dos hermosos pejerreyes. Mi hijo Sergio, ubicado a unos metros, me felicita irguiendo el dedo pulgar de su mano derecha en señal de victoria, Iván, mi nieto, corre presuroso para ser quien los desenganche de los anzuelos. Me bebo toda la sonrisa de mi nieto, es parte indivisa de mi vida y veo en cámara lenta cómo coloca los pescados en la cesta. Un fuerte dolor se apodera de mi pecho, es como una daga, me cuesta respirar y mi nieto se da cuenta que algo le pasa a su abuelo, me toma de los brazos y llama a su padre que larga todo y en un par de trancos está a mi lado preguntándome que me duele. Quiero hablarles y no puedo y me desespero por sus caras de angustia, la misma que vi en los rostros de los papás de mis amigos. Mi hijo sin perder un minuto, llama una ambulancia que en poco tiempo viene a socorrerme y después que los paramédicos realizan sus prácticas de emergencia en mi cuerpo siento las manos de mi hijo que aprietan mi mano izquierda. Sus ojos están tristes y comprendo cuanto caudal de amor hay en su mirada y siento que daría su vida por la mía. En un esfuerzo sobrehumano alcanzo a decirle que lo amo y él asiente que me ha escuchado, besándome; después, una luz blanca inmaculada me ofrece que la siga y mi cuerpo queda donde la ambulancia y yo me despego de él como si fuese una calcomanía. Algo se abre, como una nube o una nueva luz y siento la algarabía de niños jugando, risas, gritos y más risas; descubro que están jugando a las “pilladitas”, se detienen y al verme vienen hacia mi corriendo, me abrazan, reímos y lloramos de felicidad. Ellos son Kanica, Mancha y Pototo, que vienen a darme la bienvenida. RAÚL LELLI
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