5to AÑO NACIONAL - © Raúl Lelli
- ¿El tercer elemento? - le dijo a la nueva profesora de Física, Eduardo Vilaboa mi compañero más querido de quinto año del Nacional. - ¡si señor! - le respondió con énfasis la profesora y retomó la explicación con el tema de la yuxtaposición de las fuerzas sobre poleas no encontradas.
Diez minutos antes de finalizar la clase, dio por terminado el tema y se sentó en la silla de su escritorio; para nuestra suerte era una mesa sin protecciones laterales, por lo tanto sus piernas estaban en vidriera y si hay algún estudiante que no haya mirado las piernas de alguna profesora, o no fue estudiante o sus profesoras no tenían lindas piernas.
Vilaboa y yo compartíamos los bancos delanteros izquierdos del aula, bien enfrente de la mesa de profesores y a nuestra merced se encontraban esas piernas, que más que piernas parecían dos ramos de rosas y para peor se veían incipientemente los portaligas y en esa babeada de adolescentes nos imaginábamos navegando en esos mares de mujer, dejando huellas dactilares en cada centímetro de esa suavidad hecha piel y por música su jadeo en estado de elevación. Cosas de adolescentes. El timbre del recreo nos despertó de aquel mágico viaje, volviéndonos a la realidad de púber donde falta todo de todo.
Los exámenes se avecinaban y como en esa materia estaba bastante flojo, un día encaré a la profesora y le dije que no aprobaría la materia, pues no tenía modo de prepararme de manera particular, a lo que ella respondió previo pensar unos instantes, que conmigo haría una excepción y que los días sábados por la noche me daría clases en su casa.
Quedaban sólo tres sábados antes de los exámenes, así que debía aprovecharlos al máximo y el primero estuve puntual como me dijo a las 21. Fue así que me enteré que vivía sola, que tenía treinta y siete años, separada y sin hijos y que estaba esperando una beca para ir a trabajar a Australia.
El segundo sábado fue hermoso, no sólo que entendía la materia, sino que hasta me había permitido que la tuteara como premio estímulo a mi logro, pero haciéndome la observación que sólo en su casa y sin presencia de terceros.
Entremedio de la semana, sin avisar, con el pretexto de llevarle unas flores de regalo llegué hasta su departamento y si bien se sorprendió, me franqueó la entrada, recibió las flores con suma alegría, las colocó en un florero y charlamos hasta cerca de la una de la mañana en que volví a mi casa.
El último sábado se presentó como los demás, repasamos los temas más álgidos y ella mostró una felicidad inusual ante mis logros ya que se levantó de la silla y me dijo: - ¡te felicito! - y me dio un beso en la mejilla. Su abrazo quedó colgado en mi y sólo tuve que arrimarle mis labios y los de ella se pegaron a los míos. Un sabor dulzón, mezcla de nada conocido con mi felicidad extrema me hizo disfrutar ese, mi primer beso, con la parsimonia de un experto.
Una paz interior me sobraba por equipaje y sus manos y las mías parecían las de un artista sobre la arcilla, y botón a botón desabrochamos nuestras vergüenzas y quedamos desnudos para ser ella y yo en ese instante.
El fuego de la pasión en el primer intento fue un tiro desacertado en los tiempos, pero sobraban balas y ganas de hacer el amor y la guerra y nada ni nadie podría sacarme de allí a menos que fuese muerto.
Ella, sobrepasada por mi euforia, se dejó llevar por mis mareas que la hizo visitar playas lejanas nunca vistas y a mí, ser el capitán de un navío pirata cosechando tesoros que escondí en mi alma.
La madrugada del Domingo nos encontró abrazados, con los cuerpos mojados de sudor y besos y sentí lo que algún Romeo me contara en alguna historia, de aquella palabra que no todos pueden pronunciarla y que dice del amor y sus locuras.
Ella aún desnuda, preparó el desayuno y yo envalentonado como un Cacique recién coronado después de desayunar la llevé nuevamente a la cama. Mis bríos la superaban y ella me dejaba hacer y juro que la besé, la mordí y mojé con mi lengua y mi saliva por todas partes, como un macho animal que demarca territorio y hasta recuerdo que al oído le murmuré: - podrán amarte tantas veces como la vida te lo permita, pero jamás nadie como yo.
Ella me abrazó, poniendo mi cara sobre sus pechos generosos y rosados, besó mi frente y me respondió: - ¡ni lo dudes! y con mucha suavidad nos levantamos, nos duchamos y regresé a mi casa, sin haberme dado cuenta que estaba comenzando a ser hombre ni de lo que ello significaba.
No volví a verla hasta el Miércoles, a su pedido y porque era el examen, el que obviamente aprobé con la mejor nota y a la salida del colegio me dijo que me esperaba al día siguiente a la hora de la cena cerca de las nueve.
Impaciente fui casi quince minutos antes y mi sorpresa fue mayor cuando en la puerta de su departamento encontré un sobre pegado con cinta y dirigido a mi nombre, en cuyo interior encontré una carta que decía:
“Querido Esteban: sé que te sentirás mal al leer esta nota, pero no quise avisarte de mi partida porque pensé que era mejor así. Cuando la leas estaré en vuelo a Australia, pues mi avión despegaba a las siete de la tarde y para llevarte conmigo tengo en mis manos tu cordón de cuero con la inicial de tu nombre que dejaste olvidada en la ducha. La vida te dará todas las oportunidades que hoy crees muertas, pero también ten en cuenta que nuestra diferencia de edad es insalvable y recuerda que siempre serás mi mejor y único amante”
La carta se arrugó en mis manos de dolor, bronca e impotencia y el llanto brotó como el primer llanto de dolor que por amor experimenté en mi vida, sin saber cómo continuarla.
Hoy, a casi cuarenta años de aquella historia y apenas terminado el año, recojo del buzón una docena de cartas y otras tantas de tarjetas, comienzo a separarlas en las de etiquetas comerciales y sólo una aparenta ser personal, pero no reconozco su remitente, pues viene de Sidney, Australia. Al abrirla un perfume conocido me atraviesa el corazón y con mis manos temblorosas ante un presagio inesperado comienzo a leerla.
“Querido Esteban: Te preguntarás porqué hoy y después de tanto tiempo, pero eso ya no importa. Soy aquella profesora de Física a la que hace treinta y tantos años la hiciste la mujer más dichosa, pues de tu mano conocí el amor, la pasión y la lujuria y ebria de tus besos y caricias me escapé de tu vida para salvarte. Sé que te casaste dos veces, que tienes nietos y eso siempre me ha hecho muy dichosa, pues el saberte feliz fue mi dicha y debo confesarte que jamás después de ti hubo algún hombre en mi vida, pues Esteban como tú, sólo uno. Mis setenta y cinco años me pesan, como me pesa una enfermedad terminal y como no tengo descendencia ni herederos, en poco tiempo más un abogado se pondrá en contacto contigo. Ahora que soy libre y nada me lo impide, puedo decírtelo sin vergüenzas que nunca fui casada y que así como tú, para mi también estar contigo fue mi vez primera, sólo que el dios Kronos, nos jugó mal en el tiempo.”
Adios. Mercedes
He leído esa carta un centenar de veces para recordar su voz en cada palabra e imaginar el momento en que escribía y aunque hayan pasado treinta y ocho años desde aquella vez, aún en mi corazón viven los aromas de su cuerpo, la pasión de sus besos y su mansedumbre de mujer en mis brazos. - FIN -
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