CORAZÓN DE NANA - © Raúl Lelli En enero, las siestas de Orán en Salta suelen ser impiadosas y a tía Guadalupe, como le llamábamos a la cubana que trabajaba en la hacienda de mi padre le gustaba tener todo listo antes del almuerzo para evitar la humedad de la siesta y proseguir con las tareas después de las cinco de la tarde cuando el calor amainaba. Tenía alrededor de treinta años, mulata, de labios gruesos y redondeados y casi morados, de piernas rellenas, pechos más que generosos y un meneo al caminar que parecía una hamaca alternando dos melones por los movimientos de su trasero, y una tonada tan bonita y dulce que de solo recordarla me dan ganas de cantar y bailar. Sus ojos eran redondos y negros, de pestañas gruesas como plantas de palma, siempre vivarachos y a veces adormilados, como cuando canturreaba esa rumba que hablaba del ron y la muchacha virgen y que con tanto esmero lavaba antes de dormir y al levantarse. Por aquella época yo tenía seis o siete años y entre las tareas domésticas que le correspondían era la de ser mi Nana y yo andaba pegoteado todo el día con ella y recibía mimos al por mayor, pues era como su muñeco, y cuando nos acostábamos a la hora de la siesta ponía la habitación a oscuras; - para preservar el fresco – decía, y solía contarme historias de miedo, de guerrillas y otras graciosas como la del loro barranquero que tenía siete novias. Los peones más jóvenes y solteros de la hacienda siempre la andaban revoloteando con cualquier pretexto para hablarle, pero ella se ponía de color morado cuando la vergüenza la atacaba, y la mayoría de las veces yo oficiaba de intermediario para entregar o llevar algún mensaje. Fin de semana por medio los tenía libres, y se ponía muy bonita con unos vestidos llenos de volados y de colores fuertes, adornados con puntillas almidonadas, se perfumaba con colonia de lavanda, y con rosas chinas de una planta que estaba al costado del aljibe se adornaba la cabeza adosándolas sobre las sienes y me llevaba a la plaza de la ciudad en sulky, donde tomábamos un helado y dábamos vueltas sobre la vereda como si la plaza fuera una calesita y si bien recibía piropos por montones, nunca contestaba y si se ponía pesada la cosa subíamos al sulky y regresábamos a la hacienda. Mi madre le había enseñado a hacer las humitas en la chala del mismo choclo y juro, aunque a mi madre le duela, que nadie como ella para hacerlas tan exquisitas y ese día, después de andar jodiendo con la gomera a cuanto pájaro se asentaba en los árboles frutales que rodeaban la casona principal, me llevó a su lado para que le ayudara a pelar choclos porque estaba invitada una gente de Buenos Aires, donde mi padre era cliente y como el tiempo la apremiaba la extorsioné diciéndole que le ayudaba, siempre y cuando me dejara dormir la siesta con ella en la misma cama. El sí no fue tan difícil pues cada tanto me daba esos mimos y ese día no sería la excepción. Los invitados acapararon la atención de mis padres y de mis hermanos que ya eran adultos, y yo por ser el “furgón de cola” como me decían, tras “conformarme” con unas golosinas y una bolsa llena de petardos me dejaron libre, con Guadalupe en la cocina. Las otras criadas de la familia nos ayudaron y en poco más de una hora teníamos todo reluciente, así que nos fuimos corriendo hasta la acequia, nos dimos un hermoso chapuzón en el agua fresca y Con las ropas aún mojadas regresamos a la pieza de Tía Guadalupe, donde todo estaba fresquito y a oscuras, como a ella le gustaba. Me sacó las ropas mojadas y me puso un calzoncillo seco y limpio y ella después de secarse y perfumarse, enfundó su cuerpo en una dócil enagua de seda, regalo de mi madre para uno de sus cumpleaños y nos acostamos abrazados. El olor de su piel aún perdura en mi memoria y es imborrable, la luz que reflejaban sus ojos era como la luz de noche que se necesitaba en aquella habitación y su respirar sereno y acompasado junto a su voz quebrada de silencios lograban embelezarme de tal manera que el sueño me embargaba a los pocos minutos de estar en sus brazos. Pero este día fue distinto, la que se durmió primero fue ella y como estábamos encima de la cama y mis ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra, verla a mi lado dormida y relajada fue todo un acontecimiento, y puedo decirlo sin vergüenza alguna que la admiraba y hasta decir que estaba enamorado, pero no como hombre, pues era muy chico, pero si con el deslumbramiento que puede provocar un ser humano sobre otro. Ella recostada sobre su lado derecho, con sus piernas levemente acuclilladas lucía como una diosa de cobre dormida, y el bretel izquierdo de la enagua caído sobre el brazo del mismo lado. Los dos pechos parecían querer escaparse y con mucho sigilo y delicadeza comencé a acariciarlos por sobre la seda, lo que les daba una tibieza especial y un encanto por vez primera experimentado en mi corta vida. Después, corriendo la parte de tela que tapaba su teta izquierda, se dejó ver aquel pezón virgen de color gris o beige con los poros apretados y mi boca lo buscó, como un cachorro a la teta de su madre. Puedo sentir aún hoy, la dulzura de esa piel dorada, ese pezón de miel y su olor de mujer noble. Sólo por esas cosas que nos suceden a los niños y por no haber almorzado como correspondía, sentí hambre y me fui a la cocina y de la bolsa del pan saqué dos galletas. Acomodado de nuevo a su lado y galleta en mano, alternaba mis placeres con su teta y la galleta y así el sueño me rescató de aquella vivencia única, para dejarme dormido con su pezón en mi boca. No sé cuanto tiempo pasó hasta que sus labios se posaron en mi frente y sus manos me acariciaron con la dulzura más hermosa jamás por mí experimentada y de un brinco nos levantamos de la cama y ni ella ni yo dijimos nada, de la teta, mis chupones ni de las migas que le quedaron pegadas. Sólo sé, que desde aquel día, nunca más pude dormir con ella, pero jamás me mezquinó el afecto que desde su corazón recibía a borbotones. Han pasado cincuenta y dos años desde aquella historia y ella es una anciana de ochenta y pico y yo paso holgadamente los cincuenta, y hoy que me encuentro en la hacienda de mis padres para firmar documentos de la herencia me recibe con una sonrisa llena de júbilo por verme después de tantos años. Sus dientes color marfil que se dejan ver, contrastan con el marrón oscuro de su piel y si bien los años han arrugado a aquella hermosa mulata, tía Guadalupe aún con las arrugas adheridas a su cuerpo luce las bellezas avejentadas de sus pechos y mi memoria, hecha luces en mi conciencia que me lleva a aquella siesta donde fui el niño que mamó aquella piel de cobre virgen y me pregunto si ella aún recordará la humedad de mi saliva y los trocitos de galleta que quedaron adheridos a su pezón, y si de verdad no sintió nada, o simplemente me dejó hacer, por su grande y generoso corazón de Nana. - FIN -
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