NOCHE DE FANGO - © Raúl Lelli
La tanguería de la Mary en las orillas de mi ciudad esta rodeada de burdeles de prostitutas, donde el clima húmedo del río amalgamaba esa espesa niebla donde se mezclan los olores de sexo barato higienizado en palanganas de plástico con el apestoso hedor a desinfectante hospitalario haciendo una mixtura de pestilente hedor con los líquidos cloacales callejeros que rebalsaban las tapas de fundición por estar colapsadas, a causa de un municipio en evidente estado de quiebra y dejadez. La oscuridad era el manto sagrado donde la droga y los delincuentes se tanteaban imponiendo sus carteles de macho de acuerdo a las muertes logradas y una policía corrupta hasta el fondo de lo humano, creaba esa suerte de zona franca o zona liberada como le llaman en la jerga del hampa, pues ya lo dijo un prócer a quien no conviene mezclar en esta historia que cada hombre tiene su precio y por estos lados, los hay muy baratos y en oferta. La Mary cogía con un subcomisario de la jefatura, y digo cogía por que no eran ni amantes, ni pareja, pero si el único machito que se le conocía y el papel de poli y cafisho lo pintaba de lleno cuando de noche se lo solía ver de trajes oscuros con camisas de seda rosa o trajes muy claros con camisas negras que lo acercaban más a la imagen de la mafia que a la de la yuta. Lo que pocos saben, es que ese submundo comienza a latir cuando el sol se esconde, pues ante Febo, se repliega a la oscuridad, como un vampiro a su ataúd. Era voz popular que desde la tanguería, que era lo único legal en la zona, se regenteaban esos tugurios donde las putas más viejas no superaban los veintiocho años y que las había de once y de doce también, para alimentar el morbo de machos tan degenerados como imbéciles y que a la hora de sumar divisas, son los mejores clientes en connivencia del silencio de esta sociedad protectora y bastardamente pacata. Cada tanto se escuchaban gritos de dolor por las palizas que le daban a las menores que se retobaban o que no querían drogarse y así someterlas mansamente a esta práctica tan antigua como el mundo, donde las iglesias, los políticos, la justicia y la sociedad en general hacían la vista gorda y un silencio de sepulcro, que aunque no se puede saber si consumían ese tipo de placeres, eran tanto o más cómplices que los actores. Por aquella época yo manejaba un taxi y a veces me quedaba un rato en la tanguería ya pasada la una de la mañana, cuando aflojaba el trabajo y sólo para escuchar alguna buena voz que de vez en cuando la había, como la de Roberto Mandal, “El jilguero del Tango”, como lo presentaba Fiorito Leguinteri el showman de la tanguería, pero sin beber alcohol, sólo una gaseosa, cuatro o cinco cigarrillos y ¡a volar! para seguir con el laburo. Todo esto transcurrió en un viernes por la noche cuando desde el lado de afuera de la ventana de la tanguería donde estaba sentado siento que alguien golpea muy despacio el vidrio, como para no despertar sospechas y alcanzo a ver la cara de una chica con el rostro sucio y empapado por la llovizna que todo lo moja. Me indica silencio con un dedo vertical sobre sus labios, como el de la enfermera en la foto que se cuelga en los hospitales y me muestra que está desnuda y obviamente intuyo que hay puterío o un lío grande entre medio. Mi corazón de padre no lo piensa ni un instante y haciéndome el otario pago y me retiro tratando de no despertar sospechas y cuando hago arrancar el taxi sin encender las luces hago marcha atrás por unos metros y abro una de las puertas traseras para hacer subir a esta niña que entre el llanto y sus - gracias señor por ayudarme – no deja de aturdirme sin que pueda preguntarle que es lo que le ha pasado. En el asiento delantero del lado del acompañante tengo mi campera de cuero, se la alcanzo para que tape sus vergüenzas y se proteja algo del frío, mientras voy rumbo a la casa de mi madre que está sin ocupantes ya que ella murió hace un mes, para darle ayuda sin tanto compromiso y no llevarla a mi casa. Al llegar, espera sentada y tiritando mi señal para que baje sin que los vecinos indiscretos tengan motivo para hacer de esto un escándalo. Enciendo la luz de la cocina y la joven baja presurosa, cierro el auto y entro junto a ella que quedó asustada detrás de la puerta mientras le repito que se calme que estamos solos y que en esta casa estará segura. Desde el ropero de mi madre le alcanzo un baton que le sobra por todos lados y la invito a que se dé una ducha argumentándole a ciencia cierta que eso la relajaría y aceptó sin mucho preámbulo, pues ya estaba jugada en la vida y - más mal de lo que me ha ido, difícil, señor – me dijo con la voz temblorosa mientras entraba al baño. Enseguida puse la pava, preparé café y acosté sobre la base del bargueño una foto de mi madre que regenteaba con su vista el lugar desde esa posición de vigía. El dolor tierno aún de su partida me hizo sentir su perfume que aún nadaba en la casa y me pareció en más de una oportunidad sentir su voz ya apagada pronunciando mi nombre; pero todo volvió a la normalidad cuando la piba me pidió algo para secarse. Corrí hasta el ropero y saqué la bata de baño que estaba inmaculada y se la entregué en las manos con la puerta entreabierta. Cuando salió del baño parecía una mujer en miniatura, escasamente tenía un metro y cuarenta como mucho y no sé si llegaba a los cincuenta kilos. Los cabellos negros azabache muy cortos al estilo melenita y esos ojos que parecían dos luceros, hablaban más del susto, el hambre y el frío que las palabras que aún no había pronunciado. Le tomé las manos, pequeñas como las de mi hija Rosalía de once años y le pregunté que edad tenía, y con una voz muy tímida me dijo: - trece señor, recién cumplidos – y quedó en silencio como esperando algo de mi parte y como no atiné a decir nada prosiguió: - mi nombre es Alma, mi mamá me puso así, porque casi se muere en el parto y dice que vio salir a su alma del cuerpo. Me sonreí ante semejante respuesta, pero con respeto, y le ofrecí café que aceptó sin dudarlo y como no había mucho para elegir, le preparé unas galletas criollitas con picadillo de carne a modo de sustento sólido para ese cuerpito hambriento. Después que se devoró el paquete de galletas y el picadillo, me dijo que hacía dos días que la tenían sin comer porque no quería drogarse, que era de Cuyo, Mendoza y que la habían traído engañada para trabajar en la promoción de una conocida bebida de gaseosas y como ella es huérfana de padre, no le costó convencer a su madre de lo importante que sería este trabajo, sin contabilizar ninguna de las dos, que estaban siendo engañadas por una red de tratantes de blancas. Su relato fue casi un monólogo, un decir y contar cronológicamente lo que le había pasado y me fui interiorizando de su vida casi como si la conociera de siempre. La alarma de mi reloj pulsera me avisó que ya eran las cuatro de la mañana, hora en que voy a lavar el auto para entregarlo al chofer de la mañana y viéndola cansada le ofrecí que se acostara en la cama de mi madre y la acompañé hasta el dormitorio. Ella abrió las cobijas con delicadeza, se quitó la bata de baño y quedó su cuerpito desnudo, y menuda como era, mostró sin más la belleza de esa mujer que anidaba en su piel. Quise quitar mi vista de su cuerpo, pero mi libido y mis fantasías ya habían tomado carrera y si bien me contuve, una transpiración fría me invadía desde los poros y una voz me gritaba desde un horizonte cercano a la locura, - ¡detente, detente! Ella llevó sus manos hasta los pezones, pequeños igual que sus senos, los apretó con el pulgar y el índice de cada mano y los giró como quien lo hace con una perilla de radio y mirándome con cierta picardía pero muy dulce me dijo: - no tengo dinero con qué pagarte, pero mi cuerpo es tuyo, aunque sea por esta noche. Me abalance sobre esa mujer en miniatura, la arrojé a la cama de espaldas y ella abrió sus piernas como para que me bebiera su sexo. Era un pubis angelical, los incipientes bellos eran finos, cortos y grises que hablaban a las claras que eran los primeros de los que anunciarían la llegada de esta mujer al mundo. Sentí esa vulva como un durazno tibio, recién cortado de la planta y el chorro de miel fue generoso derritiéndose en mi boca; después, como en un juego de arte marcial ella me puso de espaldas a la cama y juro que no sé en que momento me desvistió y comenzó a cabalgar sobre mí, apretando mi sexo hasta asfixiarlo provocando que el semen se disparara como un misil en pleno combate. Aturdido y avergonzado, después de vaciar mis instintos de macho me fui al baño a higienizarme y comenzaron los reproches de mi mente: ¿y si tiene SIDA o alguna otra peste terrible?, ¿o si después de aquí se va corriendo a la policía a denunciarte que la has violado?, la conciencia no dormiría nunca y sería un calvario. ¿Qué decirle a mi esposa? ¿confesarlo, mentir y acomodar la historia? Alma interrumpió aquel infierno para decirme que si le conseguía unas ropas de mi hija que a la tarde se iría, que no quería traerme problemas. Le contesté que vería cómo acomodar las cosas y la dejé encerrada llevándome la llave, pero ella antes me abrazó y me regaló un beso en la mejilla. Tomé por el camino que creí más acertado y con la ayuda de un amigo le compré un vaquero, una remera y una campera, también zapatillas y un bolso donde puse unas bombachas y unos pañuelos y al llegar la tarde se los llevé a la casa. Ella los recibió con mucha alegría, se vistió y recibió unos pocos pesos que le dí, como para que tomara un colectivo a Mendoza y la acerqué hasta la terminal donde la perdí de vista como si a esa niña o mujer se la fagocitara la vida, la ciudad y sus miserias. La primer noche que tuve franco y compartí la mesa con mi esposa y mi hija, me dí cuenta de lo tonto que fui, al dejarme llevar por aquel instinto, de todo lo que puse en juego y de lo incierto de mi futuro, y sin que ellas se den cuenta desde mi bolsillo delantero de mi pantalón, acaricio con terror el papel del Hospital Municipal que me habilita a retirar dentro de setenta y dos horas mi análisis de HIV y que será el que me marque el destino.
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