Este es un cuentito que escribí cuando tenía 19 años y que mi hermana (la muy granuja!) lo usó con mi permiso para ganar un concurso escolar porque quería a toda costa el premio Jaa! El amigo escritor del foro me hizo acordar y lo acabo de "ayornar" para que sufran todos su lectura. Aclaro: no tengo más cuentos, se perdieron todos los originales en alguna de mis múltiples mudanzas por lo cual podrán seguir disfrutando de temas de pesca. Va:
CRUJIDO VAIVÉN
-¡Salgan de ahí! - gritó Evaristo Las gemelas, ya ancianas, meciéndose en sus respectivas sillas vaivén, tejiendo un sueter una, escarpines la otra, lo habían trastornado.
Todo comenzó hace dos años, cuando Evaristo compró un telescopio antiguo en uno de los tantos negocios de compra-venta que hay diseminados a lo largo de San Telmo. Tenía la costumbre de recorrer esos negocios y anticuarios que en la zona pululan casi con vida propia, naciendo, creciendo, muriendo y resucitando con nuevos dueños y nuevos proveedores, por lo cual siempre hay cosas nuevas que adquirir, o por lo menos que admirar a través de algún vidrio empañado del tiempo, tras un manto gris persistente más allá de algún cansado plumero. Muy entusiasmado con su nueva adquisición, una tarde de primavera subió a la azotea de su casa (en el barrio de Flores, la mayoría de las casas de épocas pasadas tienen una azotea y algunas también sótano como en el caso de la que él habita con su hermano) y procedió cuidadosamente, casi con devoción, a armar por primera vez el trípode, luego a enroscar el ocular al largo y grueso tubo de bronce… y se percató que no había subido nada en qué sentarse. Bajó a buscar una silla alta al sótano. Al regreso, mientras subía la escalera, silla en mano, escuchó un rumor, algo que crujía rítmicamente como el maderamen de los antiguos veleros en alta mar, pero no se detuvo demasiado, lo dominaba la ansiedad por estrenar su nuevo instrumento. Nuevo para él. En su llegada a la terraza, grande fue su desconcierto al observar que el telescopio estaba completamente armado y enfocado en dirección al Bajo, ya que las casas vecinas que comparten la medianera son más bajas y carecen de azotea por donde algún gracioso pueda gastarle una broma. Un poco ya asustado por lo inexplicable de la situación se acercó a su pequeño tesoro y prácticamente espiando se asomó al visor. Lo que vio le resultó en sumo grado curioso: unas gemelas ya ancianas, que mientras se mecían en sus respectivas sillas vaivén, tejían. Su sorpresa fue mayúscula al percatarse que estaba escuchando el rítmico balanceo de las sillas mecedoras sobre el gastado piso de madera. Espantado se alejó del instrumento y se hundió en las profundidades de las escaleras saltando de dos en dos los escalones en busca de su hermano mayor. Lo encontró leyendo el diario y fumando uno de sus eternos cigarros en la sala de estar. Con ojos desorbitados le relató lo sucedido. Éste, tratando de disimular la risa que le produjo tan descabellada historia cedió ante la insistencia de Evaristo y subió con él a verificar la historia. La sorpresa para Evaristo tomó ya dimensiones monstruosas al comprobar que el intrigante telescopio estaba desarmado, salvo el trípode de acero y el dorado tubo con su ocular a medio enroscar. Su hermano burlándose cruelmente lo dejó solo en la azotea. -Te aseguro que fue así, las ancianas estaban ahí – le gritó Evaristo mientras lo miraba bajar. Con una mezcla de vergüenza y temor volteó para mirar una vez más su preciosa y ya paradigmática adquisición y creyó estar delirando: El telescopio estaba allí, amenazante y tentador, sórdido y atrayente, completamente armado como momentos antes. Dudó en volver a mirar, pero la tentación fue irresistible. Las ancianas seguían allí, impávidas realizando su tarea. De nuevo ese crujido rítmico… -¡Salgan de ahí! – gritó Evaristo Las ancianas, sobresaltándose, se miraron estupefactas: -Me pareció escuchar algo- dijo la de los escarpines -Algo vamos a tener que hacer al respecto – respondió la otra Pero como si nada hubiera pasado continuaron con sus tejidos y su vaivén…
Tres meses después, el nefasto artefacto óptico yacía en el sótano totalmente olvidado; Evaristo ya no estaba. -¡Salgan de ahí! - gritó nuevamente Evaristo, pero desde su cama del pabellón psiquiátrico. La enfermera le aplicó una inyección y suavemente fue cayendo a un mundo de algodones. Luego la nada.
Recién a los nueve meses tuve noticias de la tragedia de mi amigo. Tomando coraje (los psiquiátricos siempre me causaron una aprehensión que sé que es totalmente irracional pero tan tangible como el vértigo en la montaña rusa) fui a visitarlo y a llevarle unos libros de Bukousky que a él le gustan mucho. Al verlo la impresión que tuve fue desagradable: estaba flaco y calvo como esas quijadas que a veces se encuentran en el campo. Febrilmente me narró la historia del telescopio. Yo simplemente me limité a escucharlo y al cabo de un rato se desahogó lo suficiente como para jugar un partido de ajedrez al estilo de las épocas en que éramos estudiantes. Me ganó (me dejé ganar) y estaba más sereno. Al cabo de aproximadamente una hora le hice saber (mintiéndole, claro está) que tenía que concurrir a un congreso de cardiología en media hora. Sonriendo y sin decir nada me tendió su mano. Salí de la habitación con el alma desnuda y las suelas frías. Ya en el pasillo escuché un grito: -¡Salgan de ahí! – Me quedé paralizado, sórdidamente impresionado por lo gélido de su terror implícito pero una enfermera me devolvió a la realidad de golpe: -Ya no es hora de visita – -Si, gracias. Ya me iba –
Algunos meses más tarde la imagen de mi amigo gritando, dando ese alarido estremecedor me perseguía sin tregua como siguen las sombras en el desierto a los beduinos al atardecer; cada vez más grandes. Un anochecer, cuando la oscuridad tardía del verano ocultó la realidad y los fantasmas brotaron en cada rincón de mi mente, fui a ver al hermano de Evaristo y con el pretexto de querer comprar el telescopio me dejó entrar. Mi relación con él siempre fue tensa y nunca hicimos ninguno de los dos el más mínimo esfuerzo por disimular esa tirantez. -Está en el sótano, bajá – me dijo, e inmediatamente volteó camino a la sala a fumar uno de sus interminables cigarros. Me encaminé rumbo a la puerta del pasillo, la abrí y encendí la luz. La escalera era la garganta de una serpiente hambrienta con aliento a humedad. Comencé a descender malhumorado con este hermano indolente cuando un ruido de sus entrañas me sugestionó. Me detuve, contuve la respiración y agucé el oído: silencio. -Una cucaracha – me dije no muy convencido Bajé hasta el fondo y allí estaba. El telescopio totalmente armado me miraba con su diabólico ojo vítreo, cual cíclope de bronce. -Que extraño, en el sótano es inútil que esté armado – pensé ya algo sugestionado Y mientras cavilaba sobre el tema un crujido de vaivén se incorporó al bullicio de mis pensamientos, pero no provenía de mi mente. Tuve frío en la piel; el telescopio crujía. Me decidí: -Yo miro, total… - Lo que vi me dejó sumido en una confusión absoluta mezclada con algo de terror creciente: Las ancianas de Evaristo estaban ahí. El crujido otra vez y el terror se hizo pánico. Espantado huí del sótano, de la casa, del barrio…
Durante toda la noche estuve deambulando por el centro de la ciudad, caminando sin rumbo fijo, hipnotizado con el telescopio y su crujido como los insectos con los focos en las noches cálidas. Ya amanecía cuando recuperé la conciencia de lo cotidiano. La luz y el incipiente movimiento de la gente rumbo a sus trabajos me fue devolviendo el dominio perdido de mis actos y fui a comprar el diario, así entraba de lleno en la realidad cotidiana. No pude. Un titular en particular me llamó poderosamente la atención y me robó la paz que estaba recuperando: “Ancianas en el Bajo denuncian ser espiadas con un telescopio desde Flores” Busqué casi rompiendo las hojas la página indicada y allí estaba la foto de ellas. Ellas, las ancianas que vi, las ancianas que Evaristo vio. Las gemelas! No llegué a leer la nota…
-¡Salgan de ahí! – sigue gritando mi amigo Pero yo ya no lo visito más; las enfermeras ahora a mí tampoco me dejan salir.
_________________ El día que pueda crearme a mí mismo voy a dejar de creer en Dios. Y como no puedo crearme porque significa que no existo, Dios existe.
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